Al principio, susurramos. Como si el aire nos pesara en la lengua, como si temblara en nuestras bocas la posibilidad de ser escuchados. El murmullo apenas rozaba los oídos, un roce fugaz, una sombra de voz. Porque así hablamos a veces, bajito, con miedo a que nunca nos escuchen, pero con más miedo a que lo hagan.
Luego vinieron los gritos. Primero tímidos, tropezando con la distancia, como quien no sabe si tiene derecho a ocupar espacio. La pared fue testigo de nuestros primeros intentos, un muro que no devolvía nada. Pero cuando nos acercamos, cuando el aire se rompió en alaridos, entendimos algo: gritamos aunque sea a una pared porque sentimos cosas, y a veces las guardamos tanto que se nos enquistan en la garganta hasta explotar.
Después nos vimos. Frente a frente, con las bocas abiertas en desafío, con las voces chocando como olas contra rocas. Y entonces nos reímos. La vergüenza se deshizo en el aire, el miedo se volvió un juego, y los gritos dejaron de ser un peso para convertirse en una celebración.
Al final, ya no susurramos, ya no gritamos: cantamos. Cantamos con la voz que antes escondimos, con la risa que antes nos mordimos. Dos canciones de bachata, un coro de cuerpos vibrando en la misma frecuencia. Y en ese instante, en ese último eco antes del silencio, el sonido fue nuestro, fue puro, fue libre.
text: Tyler Mamani, 4t C