Pequeñas teorías sobre el caos
Un diario de aula por Tyler Mamani.
Cuando me dijeron que tendría artes plásticas y visuales, imaginé pinceles, cartulinas, quizá tejer algo con los dedos torpes, y acabar con las manos llenas de pintura. Pero en vez de eso, llegó Laura. Llegó con su forma de ver el mundo sin formas, sin sentido lógico, con ese caos suave de quien no quiere que entiendas, sino que sientas. Nos enseñó que las cosas también tienen voz sin palabras, y que los sonidos pueden dibujar.
Al principio, la clase era un pequeño caos: risas, murmullos, silencios tensos cuando nadie quería ser el primero en hacer un sonido. Nos daba vergüenza, como si hablar desde lo abstracto fuera más íntimo que mostrar la cara. Pero poco a poco algo cambió. La incomodidad se volvió costumbre, y la costumbre, juego.
Yo no siempre estaba presente. A veces el ruido me dejaba fuera, como si todos se movieran en una sala y yo los viera desde una ventana. Ansiedad, miedo a participar, miedo a ser notado demasiado. Pero con los días, el miedo se hizo pequeño. Todavía vive en un rincón, pero ya no me impide estar. Me gusta esta clase. Es lo mejor de mis martes. Aquí me siento un poco más yo, y también más parte de algo.
Hubo una clase que me marcó. Nos pidieron dibujar lo que sentíamos al escuchar una canción. No era copiar el sonido, sino dejar que el recuerdo saliera solo. Una forma que no sabías de dónde venía, pero que era tuya. Yo vivo atrapado entre memorias, y esa consigna me tocó. Era como abrir la jaula y ver que el pájaro no quería escapar. Solo quería que lo vieras.
Ahora, cuando escucho un sonido, no quiero saber de dónde viene. Quiero adivinarlo. Quiero dejar que me intrigue. Hay algo hermoso en no entender del todo. Hay sonidos que me hacen sentir nostalgia, otros que me incomodan, quizá por mi forma de ser, por cómo percibo el mundo. Pero está bien. Todo eso también es forma. Todo eso también se puede dibujar.
Sigo sin entender del todo esta propuesta, pero cada clase me regala una pista. Una frase de Laura, una mirada de Lluc, un trazo perdido en el papel. No es tanto entender, como aceptar. Como estar de pie en la orilla del mar, con un oído hacia las olas, y el otro hacia los coches que pasan lejos. Dos sonidos que se cruzan y, por un segundo, hacen que todo tenga sentido. No porque sea lógico, sino porque estás ahí, y lo sientes.
Trabajar con los demás fue intermitente. Cada uno iba a lo suyo, pero cuando nos uníamos, algo mágico pasaba. Jamás me sentí fuera. Al contrario, las veces que conectamos fueron verdaderas. Éramos personas haciendo cosas raras juntos. Y era hermoso.
Esto no fue lo que esperábamos. Fue algo mejor. Algo que todavía no entiendo del todo, pero que me habita.
Y aunque el curso ya está cerrando los ojos, todavía queda un último suspiro. No hemos terminado el proyecto, y eso me ilusiona. Imagino que en las próximas clases nos reuniremos en círculo, compartiendo ideas sobre el final del proyecto, hilando conceptos con la voz temblorosa de quien se atreve a crear. Tal vez exploremos más sonidos, más texturas, quizá incluso salir del aula y grabar la ciudad respirando, como ya hemos hecho antes. Me gustaría que esa energía rara, esa que se queda flotando después de una clase intensa, se condense en algo tangible.
No algo perfecto, sino algo vivo. Algo que sea nuestro.
Quiero pensar que lo que haremos no es solo el cierre de un proyecto, sino una forma de capturar lo que esta clase nos cambió. Una especie de testimonio sin palabras, como una carta escrita en ruido. Que al final, cuando todo esté hecho, podamos mirar atrás y entender, al menos por un segundo, que el caos también puede ser hogar.